jueves, 29 de diciembre de 2011

UN CUENTO PARA LOS DUEÑOS DE LA NOCHE...

Una de tantas noches en vela, decidió salir a caminar.  No sabía como vestirse, no era convencional, ni era hermosa para los parámetros de la época.   Su rostro era pálido, ojeroso, despulido y sus labios, tan rojos, tan ávidos de besos como de sangre.  Cruzó la acera con tal lentitud que la hacía ver extremadamente taciturna y etérea. Estaba cansada, estaba harta de su no-vida, harta de su no-muerte.   Eran ya tantos los siglos así. Ni la luz directa del Sol, ni su reflejo en la Luna lograban matizar su mirada cuando se encontraba fija en un objetivo, su único objetivo.   Siempre eran cuerpos diferentes,  sin esencia que transformara su pensamiento, sin embargo eran profundamente cálidos, vibrantes y sensuales.  La vida de “ellos” en sus brazos desaparecía tan rápidamente como la sensación placentera que le causaban, era agobiante continuar así toda la eternidad.   “Toda la eternidad” se repetía una y otra vez asimisma…”toda la eternidad”.   Esa noche, más cálida que de costumbre, Carmille no tenía un objetivo fijo, no aparecía una presa.   Se acercó sigilosa hacia lo que hace años era un bar, un tugurio de mala muerte en el que en múltiples ocasiones había encontrado dulces víctimas y buenos momentos.   Súbitamente sus sentidos se alertaron, olfateó con terror y deseo ese dulce olor, mezcla de absenta y testosterona.  Ajenjo. ¿ Cómo era posible?  Si su memoria no fallaba se había prohibido su producción en 1915.  La curiosidad la llevó adentro del derruido edificio; era tal la cantidad de polvo que pese a la levedad de sus pasos, sus botas se ensuciaron.   Se adentró más y más; al fondo se escuchaba Stairway to Heaven de Led Zeppelin.  Sentado en un polvoso banco se encontraba un hombre de edad infinita, de cabello ensortijado, de mirada perdida.  No podía detectar, aún con sus agudos sentidos, si se encontraba vivo o muerto.  Él realizaba movimientos sutiles acercando una copa a sus labios que contenía la tan temida bebida, verde y anisada.  Al sentir su presencia el hombre volteó, mirándola fijamente a los ojos.  Carmille quedó descubierta, se sentía vulnerable lo cual nunca había pasado.  Pocas cosas tenía prohibidas, eran mitos la luz del Sol y los ajos, los crucifijos y las estacas.  Pero el ajenjo, el ajenjo la mataría si osaba beber la sangre de ese hombre que pedía a gritos silenciosos la muerte.  Pero no era el acre olor a ajenjo lo que más asustaba a Carmille, no.  Era esa sensación desconocida para ella, para ella que se consideraba totalmente inmune a cualquier sentimiento.  Inevitablemente se acercó al hombre, lo tomó entre sus brazos y ambos se fundieron en un abrazo puro y eterno, la copa rodó al suelo rompiéndose en mil pedazos y así para los dos, en esa ocasión, la escalera al cielo fue gratuita.

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